NATURALISMO
Esto es lo que constituye la novela experimental: poseer el mecanismo de los fenómenos en el hombre, demostrar los resortes de las manifestaciones intelectuales y sensuales como nos los explicará la fisiología, bajo las influencias de la herencia y de las circunstancias ambientales, después de mostrar al hombre vivo en el medio social que él mismo ha producido, que modifica cada día y en el seno del cual manifiesta, a su vez, una transformación continua. Así pues, nos apoyamos en la fisiología, tomamos al hombre aislado de las manos del fisiólogo para continuar la solución del problema y resolver científicamente la cuestión de saber cómo se comportan los hombres desde que viven en sociedad.(E. Zola)

NOVELA:
El Naturalismo en Argentina, puesto en práctica por autores como Eugenio Cambaceres (En la sangre; Sin rumbo) durante la generación del 80, si bien tuvo unos rasgos bastante similares al movimiento surgido en Francia, su intencionalidad fue claramente diferente. Las obras de Emile Zola y Guy de Maupassant, al igual que los cuentos que leímos, tenían una finalidad crítica: denunciar los vicios y las bajezas del ser humano y de la sociedad en general.
En cambio, la obra de Cambaceres emplea la estética naturalista para denostar fuertemente al inmigrante europeo y al criollo, hacinados en los conventillos. El retrato de estos grupos sociales en estas obras ofició, durante la presidencia de Roca, como una prolongación de la "barbarie" que décadas antes había marcado a fuego el imaginario de la sociedad argentina, una sociedad que nació, balbuceó y comenzó a andar, signada por aquella fatal antinomia sarmientina.
En cambio, la obra de Cambaceres emplea la estética naturalista para denostar fuertemente al inmigrante europeo y al criollo, hacinados en los conventillos. El retrato de estos grupos sociales en estas obras ofició, durante la presidencia de Roca, como una prolongación de la "barbarie" que décadas antes había marcado a fuego el imaginario de la sociedad argentina, una sociedad que nació, balbuceó y comenzó a andar, signada por aquella fatal antinomia sarmientina.
Pero no sólo en Argentina fue utilizada de este modo esta corriente literaria; ya que en toda América del Sur ha estado al servicio de las políticas liberales, orientadas hacia la exclusión social.
Teniendo en cuenta las características de este movimiento literario analiza los siguientes cuentos e intenta identificar los principales rasgos y tópicos.
Teniendo en cuenta las características de este movimiento literario analiza los siguientes cuentos e intenta identificar los principales rasgos y tópicos.
CUENTOS
LA MADRE DE LOS MONSTRUOS- Guy de Maupassant (Francia, 1883)
Recordé esta horrible historia y a aquella horrible mujer al ver
pasar hace unos días, en una playa apreciada por la gente adinerada, a
una joven parisiense muy conocida, elegante, encantadora, adorada y
respetada por todos.
Mi historia se remonta muy atrás, pero ciertas cosas no se olvidan.
Me había invitado un amigo a quedarme un tiempo en su casa en una
pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del país, me
paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados, los
castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las
iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño o
con forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.
Cuando examiné con exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las
curiosidades de la región, mi amigo me dijo con aire desolado que ya no
quedaba nada por visitar. Respiré. Ahora iba a poder descansar un poco, a
la sombra de los árboles. Pero de pronto dio un grito:
—¡Ah, sí! Tenemos a la madre de los monstruos, debes conocerla.
Pregunté: —¿A quién? ¿A la madre de los monstruos?
Prosiguió: —Es una mujer abominable, un verdadero demonio, un ser que
da a luz cada año, voluntariamente, a niños deformes, horribles,
espantosos, en fin unos monstruos, y que los vende al exhibidor de
fenómenos.
»Esos siniestros empresarios vienen a informarse de vez en cuando de
si ha producido algún nuevo engendro y, cuando les gusta el sujeto, se
lo llevan y le pagan una renta a la madre.
»Tiene once engendros de esta naturaleza. Es rica.
»Crees que bromeo, que invento, que exagero. No, amigo mío. No te cuento más que la verdad, la pura verdad.
»Vayamos a ver a esa mujer. Luego te contaré cómo se convirtió en una fábrica de monstruos.
Me llevó a las afueras de la ciudad.
Ella vivía en una bonita casita al borde de la carretera. Resultaba
agradable y estaba muy cuidada. El jardín, lleno de flores, olía bien.
Parecía la residencia de un notario retirado de los negocios.
Una criada nos hizo entrar a una especie de pequeño salón campesino y la miserable apareció.
Tendría unos cuarenta años. Era una mujer alta, de rasgos duros, pero
bien hecha, vigorosa y sana, el auténtico tipo de campesina robusta,
medio bruta y medio mujer.
Sabía de la reprobación general y parecía no recibir a la gente sino con una humildad llena de odio.
Preguntó: —¿Qué desean los señores?
Mi amigo prosiguió: —Me han dicho que su último hijo estaba hecho
como todo el mundo, pero que no se parecía en absoluto a sus hermanos.
He querido cerciorarme de ello. ¿Es verdad?
Nos echó una mirada ladina y furiosa y contestó:
—¡Oh, no! ¡Oh, no, señor! Es casi más feo que los otros. Mi mala
suerte, mi mala suerte. Todos así, señor, todos así, qué desgracia tan
grande, ¿cómo puede nuestro Señor tratar así a una pobre mujer como yo,
sola en el mundo? ¿Cómo puede ser?
Hablaba deprisa, los ojos bajos, con aire hipócrita, igual que una
fiera que tiene miedo. Endulzaba el tono áspero de su voz y uno se
extrañaba de que aquellas palabras lacrimosas e hiladas en falsete
salieran de ese gran cuerpo huesudo, demasiado fuerte, con ángulos
bastos, que parecía estar hecho para los gestos vehementes y para aullar
del mismo modo que los lobos.
Mi amigo pidió: —Quisiéramos ver a su pequeño.
Me pareció que se sonrojaba. ¿Quizá me equivoqué? Tras unos instantes
de silencio, dijo en voz más alta: —¿De qué les serviría?
Y había vuelto a enderezar la cabeza, mirándonos de hito en hito con ojeadas bruscas y con fuego en la mirada.
Mi compañero prosiguió: —¿Por qué no nos lo quiere enseñar? A otra gente sí que se lo enseña. ¡Sabe de quién hablo!
La mujer se sobresaltó y, liberando su voz, dando rienda suelta a su
ira, gritó: —Diga, ¿pa’ eso han venido? ¿Pa’ insultarme, eh? ¿Porque mis
hijos son como animales, verdá? No lo van a ver, no, no, no lo van a
ver; váyanse, váyanse. ¿Por qué les dará a todos por torturarme así?
Iba hacia nosotros, con las manos en las caderas. Al sonido brutal de
su voz, una especie de gemido o más bien de maullido, un lamentable
grito de idiota salió del cuarto vecino. Me hizo estremecerme hasta los
tuétanos. Retrocedimos ante ella.
Mi amigo dijo con tono severo: —Tenga cuidado, Diabla (en el pueblo
la llamaban la Diabla), tenga cuidado, tarde o temprano le traerá mala
suerte.
Se echó a temblar de furor, agitando sus puños, desquiciada,
gritando: —¡Váyanse! ¿Qué me traerá mala suerte? ¡Váyanse! ¡Canallas!
Se nos iba a lanzar encima. Nos escapamos, con el corazón en un puño.
Cuando estuvimos delante de la puerta, mi amigo me preguntó: —¡Pues bien! ¿La has visto? ¿Qué te parece?
Contesté: —Cuéntame ya la historia de esa bruta.
Y he aquí lo que me contó mientras volvíamos con pasos lentos por la
carretera general blanca, orlada de cosechas ya maduras, que un viento
ligero, a ráfagas, hacía ondulas como un mar tranquilo.
Hace tiempo, esa chica servía en una granja; era trabajadora, formal y
ahorradora. No se le conocían enamorados, no se sospechaba que tuviera
debilidades.
Cometió una falta, como lo hacen todas, una tarde de cosecha, en
medio de las gavillas segadas, bajo un cielo de tormenta, cuando el aire
inmóvil y pesado parece estar lleno de un calor de horno y empapa de
sudor los cuerpos morenos de los muchachos y de las muchachas.
Pronto se dio cuenta de que estaba embarazada y la atormentaron la
vergüenza y el miedo. Al querer esconder su desgracia a toda costa, se
apretaba con violencia el vientre con un sistema que había inventado, un
corsé de fuerza, hecho con tablillas y cuerdas. Cuanto más se le
hinchaba el vientre por la presión del niño que iba creciendo, más
apretaba el instrumento de tortura, sufriendo un martirio, pero valiente
ante el dolor, siempre sonriente y ágil, sin dejar que se viera o se
sospechara nada.
Desgració en sus entrañas al pequeño ser oprimido por la horrible
máquina; lo comprimió, lo deformó, hizo de él un monstruo. Su cabeza
apretada se alargó, se desprendió en forma de punta con dos gruesos ojos
saltones que salían de la frente. Los miembros oprimidos contra el
cuerpo crecieron, retorcidos como la madera de las vides, se alargaron
desmesuradamente, acabados en dedos semejantes a las patas de las
arañas.
El torso se quedó muy pequeño y redondo como una nuez.
Dio a luz en pleno campo una mañana de primavera.
Cuando las escardadoras, que acudieron en su ayuda, vieron lo que le
salía del cuerpo, se escaparon gritando. Y corrió el rumor en la región
de que había parido un demonio. Desde entonces la llaman «la Diabla».
La echaron del trabajo. Vivió de la caridad y quizás de amor en la
sombra, ya que era buena moza, y no todos los hombres temen el infierno.
Crió a su monstruo, a quien por cierto aborrecía, con un odio
salvaje, y a quien quizás habría estrangulado si el cura, previendo el
crimen, no la hubiera asustado con la amenaza de la justicia.
Ahora bien, un día, unos exhibidores de fenómenos que estaban de paso
oyeron hablar del espantoso engendro y pidieron verlo para llevárselo
si les gustaba. Les gustó y pagaron a la madre quinientos francos
contantes y sonantes. Ella, primero vergonzosa se negaba a dejar ver a
esa especie de animal; pero cuando descubrió que valía dinero, que
excitaba el deseo de esa gente, se puso a regatear, a discutir cada
céntimo, azuzándoles con las deformidades de su hijo, alzando sus
precios con una tenacidad de campesino.
Para que no la robaran, les hizo firmar un papel. Y se comprometieron
a abonarle además cuatrocientos francos por año, como si tomaran ese
bicho a su servicio.
Aquella ganancia inesperada enloqueció a la madre y ya no la abandonó
el deseo de dar a luz a otro fenómeno, para disfrutar de rentas como
una burguesa.
Como era muy fértil, consiguió lo que se proponía, y se volvió hábil,
parece ser, en variar las formas de sus monstruos según las presiones
que les hacía padecer durante el tiempo del embarazo.
Tuvo engendros largos y cortos, algunos parecidos a cangrejos, otros
semejantes a lagartos. Varios murieron, y se sintió afligida.
La justicia intentó intervenir, pero no se pudo probar nada. Se la dejó pues fabricar sus fenómenos en paz.
En este momento tiene once engendros bien vivos, que le proporcionan,
año tras año, de cinco a seis mil francos. Sólo uno no está colocado
todavía, el que no ha querido enseñarnos. Pero no se lo quedará mucho
tiempo, porque hoy en día todos los titiriteros del mundo la conocen y
vienen de vez en cuando a ver si tiene algo nuevo.
Incluso organiza subastas entre ellos cuando el sujeto lo merece.
Mi amigo se calló. Una repugnancia profunda me levantaba el corazón,
así como una ira tumultuosa, un arrepentimiento de no haber estrangulado
a aquella bruta cuando la tenía al alcance de la mano.
Pregunté: —¿Pero quién es el padre?
Contestó: —No se sabe. Tiene o tienen cierto pudor. Se esconde o se esconden. A lo mejor comparten los beneficios.
Ya no pensaba en esa lejana aventura hasta que vi, hace unos días, en
una playa de moda, a una mujer elegante, encantadora, coqueta, amada,
rodeada por hombres que la respetan.
Iba por la playa arenosa con un amigo, el médico de la estación. Diez
minutos más tarde, vi a una criada que cuidaba a tres niños envueltos
en la arena.
Unas pequeñas muletas que yacían en el suelo me conmovieron. Noté
entonces que los tres pequeños seres eran deformes, jorobados y corvos,
horrorosos.
El doctor me dijo: —Son los productos de la encantadora mujer con la que acabamos de cruzarnos.
Una lástima profunda por ella y por ellos se apoderó de mi alma. Exclamé: —¡Oh, pobre madre! ¡Cómo podrá seguir riéndose!
Mi amigo prosiguió: —No la compadezcas, querido amigo. Son los pobres
pequeños a quienes hay que compadecer. Ésos son los resultados de las
cinturas que permanecieron finas hasta el último día. Estos monstruos se
fabrican con el corsé. Ella sabe perfectamente que se juega la vida con
ese juego. ¡Qué más le da, con tal de ser bella y amada!
Y recordé a la otra, la campesina, la Diabla, que vendía sus fenómenos.
Comentarios
Publicar un comentario